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TEATRO CIRCULAR
Rondeau 1388.Tel. : 2901-5952
Boletería : martes a sábados de 18 a 22horas.
Domingos: de 17 a 21 hs.
En vacaciones: boletería desde las 14 a 22 horas.
SALAS CLIMATIZADAS
HISTORIA DEL TEATRO CIRCULAR
Hoy existe la certeza sobre la fecha en que el Teatro Circular abrió
sus puertas al público por primera vez, el 16 de diciembre de 1954,
con lo que cabe festejar el medio siglo. Se sabe que en abril de ese
mismo año se habían iniciado los trabajos de instalación de la
futura sala en un local de la avenida Rondeau 1388, en el subsuelo
del Ateneo donde antes estuviera por un corto lapso el primitivo
Teatro del Pueblo, y obtenido merced a a entusiasta intervención de
la profesora Reina Reyes, jerarca del Ateneo. (Espacio lindero al
que entonces ocupaba el famoso y casi mítico Taller Torres García
que en 1977 pasaría a ser la segunda sala del Teatro Circular). Y
seguramente —hay testimonios— antes de que se pusieran manos a la
obra existieron cabildeos y reuniones que condujeron a un acuerdo
tácito y no necesariamente documentado acerca del emprendimiento
artístico que se iba a acometer. De manera que hablar de un proceso
fundacional del Teatro Circular sin fecha precisa, es perfectamente
razonable.
ANTECEDENTES. El grupo usufructuario del referido local estaba
encabezado por Eduardo Malet, cuyo verdadero apellido es Mazza.
(hermano mayor de Hugo, el celebrado y laureado escenógrafo y
director), que se había visto obligado a inventarse un seudónimo
porque sus patrones no veían con agrado su dedicación al teatro.
Había sido director y fundador en 1944 del desaparecido grupo "La
Barraca", que había tomado su nombre del hispano grupo lorquiano, y
que durante una década fue un importante animador de la actividad
teatral independiente montevideana dirigiendo obras de Pagnol, Shaw,
Wilder, 0´Neill, Molière, Pirandello, Coward y otros.
Después Malet hacía lo propio en esos años al frente de dos grupos
de alumnos que en el Instinto Cultural Anglo-Uruguayo (ICAU), además
del idioma inglés estudiaban teatro bajo su dirección.
Uno de esos grupos, bajo la rúbrica "The Montevideo Players" montaba
sus espectáculos inicial mente en la biblioteca del ICAU, donde
improvisaban una platea en redondo moviendo el mobiliario cuando
terminaba su horario de atención al público, cosa que Malet recuerda
como "el primer teatro circular" que anticipaba lo que se
concretaría en 1954. El otro grupo, más joven, fue con el que
—partiendo de esas experiencias docentes y de lo que observara en
dos viajes a Europa y Estados Unidos -Malet impulsó la construcción
de un teatro en círculo. Este sistema se venía extendiendo
rápidamente en el mundo, pero sus antecedentes más remotos se
podrían rastrear, hasta la Grecia clásica, pasando por los autos
sacramentales, la "commedia dell´arte" y, en lo más inmediato, el
picadero del circo criollo de los hermanos Podestá.
El auge que todas las formas de la actividad artístico-cultural
venían experimentando en el Uruguay de esos años de condiciones
socioeconómicas muy favorables, fueron el caldo de cultivo propicio
para que esa innovación por entonces revolucionaria para nuestro
medio, prendiera rápidamente y asumiera características propias.
Como la de colocar al público por encima de los actores, por
ejemplo, en lugar de hacerlo a la inversa como el "Nuevo Teatro"
bonaerense. Sin embargo, no faltó alguna prensa despistada que en su
afán descalificador llegó a considerarla un experimento, una forma
snob de una época de ansiedad en la búsqueda de la renovación del
Arte, un imposible "que rompería la magia del teatro y la ilusión
que creaba la sala a la italiana".
Uno de los pioneros, dramaturgo y factótum de cuanta iniciativa
progresista para el teatro uruguayo ha existido, el Dr. Andrés
Castillo, rebatiendo esos augurios resume en tres novedades los
aportes realmente revolucionarios de la propuesta del Teatro
Circular:
1) Carente de telón, sin apuntador posible y con por lo menos cuatro
sectores de audiencia a los que había que contemplar saliéndose de
los cánones tradicionales del teatro "a la italiana. (...) destruía
el mito del teatro frontal, y arrancaba la famosa "cuarta pared"
que, en forma ilusoria, separaba al escenario de la platea y era
escrupulosamente respetada en las puestas.
2) La cercanía del público "...aproximaba, prácticamente juntaba, al
actor con el espectador y a los propios espectadores entre sí, con
"los actores dando la espalda al espectador" y soportando sus
miradas clavadas en la espalda.
3) "la práctica demostró que todas las prevenciones eran exageradas
y que... después de un adecuado acostumbramiento de ambas partes...
era otra manera de hacer teatro, llena de inmediatez, naturalidad y
frescura..." que, entre otros beneficios, acercó muchos nuevos
espectadores.
Hoy, cuando tantos teatristas de nuestro medio se lanzan a la caza
de espacios no convencionales donde todo sirve, desde una barraca
abandonada hasta una estación de ferrocarril, un sótano inhóspito,
un palacio venido a menos o una lóbrega reliquia histórica, aquellas
prevenciones y reparos hacia la forma circular no pueden menos que
inspirar una sonrisa benévola. Especialmente a la luz del medio
siglo de afirmación institucional y estética, y porque ninguno de
sus similares ha sido tan duradero y elogiado como el Teatro
Circular de Montevideo considerado —entre otros— por el actor,
director y dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky "uno de los más
hermosos teatros de su tipo en el mundo ".
MANOS A LA OBRA. Eduardo Malet estuvo acompañado en la empresa por
Gloria Levy, María Teresa Villanueva, Salomón Melamed, José Sosa,
Manuel Campos y, especialmente su hermano Hugo Mazza, a quien Malet
ha considerado el alma mater del emprendimiento. Mazza encontró el
sitio adecuado; coordinó los trabajos siguiendo los planos
elaborados por los arquitectos Carlos Clermont y Justino Serralta
—alumnos del gran maestro Le Corbusier—; consiguió la colaboración
financiera, paciente y generosa, de un ciudadano inglés llamado
Frank Miller. Posteriormente dirigió una decena de espectáculos,
entre ellos los exitosos El caso de Isabel Collins de Elsa Shelley
(1956) que los catapultó tempranamente a un lugar destacado en la
consideración de critica y público; y Rencor hacia el pasado de John
Osborne (1960), con Antonio Larreta en el memorable e iracundo Jimmy
Porter, que los afirmó definitivamente.
A poco andar se les había incorporado Eduardo Prous —infatigable
luchador del teatro uruguayo fallecido en 2003—, que integró la
primera promoción egresada de la Escuela Municipal de Arte Dramático
y que unos meses más tarde, en febrero de 1955, junto con Rubén
Castillo, Homero Zirollo y Flor de María Bonino fundarían el Teatro
Libre. Además de actor, Prous poseía innata habilidad artesanal
(carpintero, escenógrafo) con la que acaudilló a los colaboradores
de Malet que, en algunos casos, revelaron insospechada habilidad
manual.
Julio Batista y Alma Claudio en un ensayo de Isabel Collins, 1956
Ese imaginable entusiasmo no se detenía en la construcción de la
sala, pues todos tenían la mira puesta en el espectáculo inaugural,
cuya preparación avanzaba paralelamente y consistió en un triple
programa de obras en un acto, dirigidas por Malet: Feliz viaje, de
Thornton Wilder, Un día estupendo, de Emile Mazaud, y Cómo le mintió
él al marido de ella, de George Bernard Shaw.
Simultáneamente proseguían los infaltables trámites para la
obtención de la personería jurídica como asociación civil sin fines
de lucro (¿es concebible el lucro en un teatro independiente?), cuyo
primer Consejo Directivo integrado por Malet, Mazza, Levy,
Villanueva y Melamed entró en funciones poco después de inaugurado
el Teatro Circular de Montevideo, que fue la denominación finalmente
adoptada cuyo trámite recordaba Eduardo Prous: "Una preocupación era
la denominación del teatro, cómo sin encontrar un nombre
suficientemente significativo y novedoso que abarcara toda la
propuesta. Se colocaron grandes carteles y cada uno de nosotros
anotaba su sugerencia, no recuerdo cuántos fueron los nombres que se
colocaron y sin que apenas nos diéramos cuenta lo natural se
convirtió en lo importante, en lo trascendente, lo objetivo lo decía
todo y así fue que nació Teatro Circular".
INSERCIÓN EN EL MEDIO. El impulso inicial conoció altibajos pero se
ha mantenido prácticamente hasta el presente, y en su transcurso hay
hitos ineludibles. Uno de los primeros fue la citada puesta en
escena de la obra de Elsa Shelley El caso de Isabel Collins con la
que, a un año y medio de su creación, Teatro Circular sobrepasaba
las setenta representaciones (después llegaría a las trescientas) de
una obra que había convocado a más de 15.000 espectadores, lo que
llevaba a un periodista a reconocer que el público había "hecho
justicia al teatro, que además de diversión es doctrina y cátedra de
orientaciones".
O, como afirmara el critico Gustavo Adolfo Ruegger (en El País), el
Teatro Circular había acertado en muchos sentidos con este
espectáculo al elegir la obra... "porque su línea de repertorio deja
de lado las comedias fáciles y agradables para aventurarse en un
teatro dirigido al espectador de hoy, un teatro sin amabilidades
pero con algo actual y urgente que decir"; y concluía afirmando que
el Teatro Circular alcanzaba así el espectáculo estimable en texto,
puesta en escena e interpretación que es capaz de brindar un elenco
cuando abandona las improvisaciones y las obras que lo superan.
Mantenerse en esa línea implicó para el Teatro Circular involucrarse
en la práctica de los siete principios que en 1963 aprobó la
Federación Uruguaya de Teatros Independientes: independencia, teatro
de arte, teatro nacional, teatro popular, organización democrática,
intercambio cultural y militancia. Conceptos harto conocidos pero de
cuya aplicación derivarían algunas de las más comprometidas
instancias en la vida de la institución, sin dejar por ello de
acumular éxitos y distinciones que la fueron afirmando en los
ámbitos de la cultura popular, y extendiendo su prestigio fuera de
fronteras.
En materia de éxitos y distinciones se destaca la reiteración con
que obtuvo el premio Florencio de la critica teatral por El jardín
de los cerezos de Chejov (1967), y Lorenzaccio de Alfred de Musset
(1968), dirigidos por Ornar Grasso; Arlecchino, servidor de dos
patrones, de Goldoni (1970), dirigido por Villanueva Cosse; El
herrero y la muerte (1981) y El coronel no tiene quien le escriba
(1988), ambos en versiones de Mercedes Rein y Jorge Curi dirigidas
por este último quien, a su vez, lo
ganó en 1982 por su puesta de Doña Ramona, de Víctor Manuel Leites.
En 1985 Carlos Maggi lo ganó por su obra Frutos que dirigió Stella
Santos.
Además, en 1981 obtuvieron el premio Hermes; en 1983 el Ollantay
otorgado por el CELCIT y el Ateneo de Caracas; y en 1991 el
Bambalina en el VI Festival Iberoamericano de Cádiz. Paralelamente
participaron en numerosos festivales iberoamericanos (Córdoba y
Rosario, en Argentina; Brasilia, Londrina y Pelotas, en Brasil;
Caracas, Manizales, Bogotá, Islas Canarias, Cádiz) y realizaron
giras por casi todos los países del subcontinente.
POLO DE RESISTENCIA. En cuanto a compromiso, el Teatro Circular fue
puesto a dura prueba durante los años previos a la dictadura
militar, la que se haría más severa una vez implantado el régimen de
facto. Sin embargo, una sagaz estrategia en materia de repertorio le
permitió jugar el doble papel de caja de resonancia de las
inquietudes del pueblo sometido y de polo de resistencia frente a la
represión, sin desatender la exigencia estética de un nivel
artístico generalmente reconocido.
Colas sorprendentes para Isabel Collins
Esa estrategia arrancó cuestionando los abusos del poder en
Lorenzaccio de Alfred de Musset (1968) y, sobre el filo del golpe de
estado. Operación Masacre del argentino Rodolfo Walsh (1973) que
trajo a primer plano los excesos de la represión. Mientras,
abundantes dosis de Bertolt Brecht reforzaban aquel doble papel, ya
fuera al pie de la letra (Los días de la comuna de París) o adaptado
a las circunstancias (Los fusiles de la Patria Vieja); o, incluso,
envuelto en las pegadizas melodías de Kurt Weill y Hanns Eisler (Moritat).
Ya en plena dictadura, y seguramente alertado por la desfavorable
repercusión internacional que alcanzara la clausura de El Galpón y
el exilio de buena parte de sus integrantes, el régimen militar optó
por moderar cautelosamente la presión sobre el Teatro Circular. No
obstante, la Dirección Nacional de Inteligencia del Ministerio del
Interior los sometió durante varios meses a una minuciosa
investigación; y uno de sus esbirros no exento de cierto nivel
cultural y que ocultaba su verdadero nombre bajo el alias de Allen
Castro, visitaba casi a diario la sede del teatro, revisaba de cabo
a rabo los libretos, asistía a algunos ensayos, y mientras le
palmeaba hipócritamente la espalda a alguna primera figura fingiendo
alentarlo, por otro lado tramitaba su posible exclusión de los
repartos. Esto terminó por alejar a muchos integrantes, al punto que
en un momento dado, la Asamblea y la Mesa Directiva (compuesta de
siete empecinados miembros) llegaron a ser la misma cosa.
Pero esa doble táctica de ablande no impidió que el público
creciente captara las sutiles entrelineas qua espejaban la realidad
imperante, a través de un repertorio en cuya preparación fue
fundamental la presencia de directores como Omar Grasso, Villanueva
Cosse y Jorge Curi, que imprimieron su sello personal y cuyo
magisterio abonó el terreno para el desempeño de otros más jóvenes
(y no tan jóvenes) que en ese duro lapso y en los años siguientes se
alternaron en la dirección y puesta en escena de espectáculos.
El papel de los censores (en Los comediantes, de Rein/Curi); las
diferencias de clases (en Babilonia, de Discépolo); la nostalgia de
tiempos felices (en Las tres hermanas, de Chejov); las tirantes
relaciones familiares como parábola de otras relaciones difíciles
(en Esperando la carroza, de Langsner); las persecuciones
ideológicas y sindicales (en Emigrados, de Mrozek): la represión
forzosa (en La casa de Bernarda Alba, de García Lorca); el ejercicio
despótico del poder (en Tirano Banderas, de Valle Inclán); o la
historia como fuente y explicación de conductas (Frutos, de Carlos
Maggi), y hasta alguna reflexión filosófica revestida de humor (en
El herrero y la muerte, de Rein/Curi) fueron algunas de las muchas
formas que Teatro Circular encontró para tender puentes con un
público necesitado de respuestas.
DOCENCIA Y ESTÍMULOS. La obra de Teatro Circular no se limitó a la
puesta en escena de sucesivos títulos para poblar temporadas. Una
Escuela de Arte Dramático propia funcionó desde 1968, revistando en
su cuerpo docente muchos de los más importantes nombres en cada una
de las especialidades, como arte escénico (Omar Grasso, Rubén Yáñez,
Jorge Curi, Rosita Baffico, Dervy Vilas), expresión corporal (Mary
Minetti, Teresa Trujillo, Norma Quijano), foniatría e impostación de
la voz (Roberto Fontana), danza (Graciela Figueroa), historia del
arte (Olga Larnaudie), música (Coriún Aharonian, Nelly Pacheco),
ética (Nelly Goitiño), literatura, gimnasia, escenografía. En esa
escuela, además, y en una manifestación de amplio espíritu
solidario, tuvieron cabida en momentos críticos los alumnos de su
similar de El Galpón.
Seis o siete generaciones de figuras surgidas de esa escuela se han
insertado en el movimiento teatral uruguayo, ya sea permaneciendo en
la institución cuyo elenco estable pasaron a integrar (Patricia Yosi,
Ángel Medina, Diego Rovira, Paola Venditto, Denise Daragnes);
ingresando a la Comedia Nacional (Gloria Demassi, Isabel Legarra);
continuando una carrera independiente en el propio medio (Jorge
Bolani, Ricardo Couto, Lucio Hernández) o en el exterior (Ademar
Bianchi y Francisco Nápoli en Buenos Aires, Joselo Novoa en el cine
y teatro de Venezuela, Liliana García en Chile); o dedicándose con
preferencia a la dirección y la dramaturgia (Luis Vidal, Femando
Toja, Juan Graña). Pero siempre con señales o aportes de calidad y
alto oficio.
También el autor nacional figuró entre las prioridades del Teatro
Circular mediante frecuentes concursos, el último de los cuales fue
convocado en conmemoración del cincuentenario y ha dado el fruto de
dos jóvenes dramaturgos de considerable interés, como Alvaro
Dell´Acqua (Pabellón, 1er. premio) y Gabriel Calderón (Las buenas
muertes, mención especial), obras ambas que integran la cartelera
del Circular en estos meses.
Pero mucho antes, en 1978, Carlos Manuel Varela lo ganó con Las
gaviotas no beben petróleo, donde puso en marcha un estilo de
dramaturgia que él mismo rotularía años después como "la técnica del
espejo fracturado".
La puesta en escena de algún título que su comisión de lectura
consideraba de interés y tenía cabida en su política de repertorio,
fue otra vía que transitaron con éxito Víctor Manuel Leites
(Quiroga, 1978; Doña Ramona, 1982 y Varela, el reformador, 1990,
ambas ganadoras de sendos premios Florencio como mejores textos de
autor nacional); Carlos Maggi (Frutos, 1985, también Florencio); y
Alberto Paredes (Los mendigos, 1971; Lo veremos triste y amargado,
1978; Decir adiós, 1979). Sin olvidar las exitosas adaptaciones y
reescrituras del binomio Mercedes Rein-Jorge Curi (Los comediantes,
El herrero y la muerte, El coronel no tiene quien le escriba).
En 1971, el quemante impulso realizador de Omar Grasso se puso de
relieve una vez más, creando el seminario de dramaturgia, que si
bien duró poco, más de una década, sus efectos se proyectaron en el
tiempo. Tal como viene ocurriendo con todo lo que el Teatro Circular
de Montevideo ha sembrado a lo largo de medio siglo.
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